sábado, 20 de julio de 2013

La biblioteca irreal (cuento de verano)

Aquel campus de Nueva Inglaterra era tan modélico que casi rozaba el ideal platónico de lo que debía ser una perfecta institución universitaria. Ni una sola hoja de los centenarios árboles se movía de su sitio a no ser que los jardineros pacientes lo permitieran. El old-yard estaba rodeado de venerables edificios de ladrillo rojo, y algunas frases horacianas saludaban a la entrada del recinto. El edificio más logrado era el de la biblioteca Themis. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO 
Como decimos, el edificio más logrado era, sin duda, el de la biblioteca Themis. Alfred Themis, magnate del acero e inteligente hombre de negocios, jamás pudo recibir una educación universitaria en condiciones. Por ello, por su nostalgia de los años de juventud que no pudieron transcurrir en un campus universitario como aquel, donó una ingente suma de dinero para que se construyera la biblioteca universitaria más espléndida que jamás se hubiera concebido. La "Themis Library" era, desde sus sótanos para depósito de libros hasta sus nobles plantas de lectura e investigación, el lugar ideal para llevar a cabo cualquier investigación, por minuciosa que pudiera parecer. Sus informantes, repartidos por el mundo, habían logrado adquirir piezas rarísimas y de un valor incalculable, desde libros tibetanos antiquísimos hasta los incunables más hermosos de la imprenta de Occidente. ¡Qué prodigio de lugar! ¡Cerca de cinco millones de volúmenes selectos y cuidados, de los cuales unos diez mil conformaban su sala del tesoro! Hasta allí acudían investigadores de todo el mundo, y cundió la fama de que si cualquier rareza bibliográfica no estaba en la "Themis" en realidad no existía. Así, plácidamente, transcurría la vida en aquel lugar mítico hasta que un buen día los meticulosos bibliotecarios comenzaron a observar cómo iban dismuyendo las peticiones de lectura. De las más de quinientas consultas diarias que, entre investigadores locales y extranjeros, se llevaban a cabo como media se fue pasando a unas doscientas, luego algo más de cien y, finalmente, se estaba comprobando que últimamente no se hacían muchas más de diez. Los investigadores comenzaron a escasear y el edificio se quedó prácticamente vacío. Todo era bastante sencillo de explicar si se miraban las consultas electrónicas a la biblioteca. Al haber digitalizado los fondos con una precisión y calidad insuperable, apenas era necesario acudir a la biblioteca salvo, acaso, para cotejar que una pequeña mancha en una página no era, en realidad, culpa del escáner, sino del libro en sí. De una manera implacable dio la impresión, en aquella biblioteca vacía, que los libros reales se habían convertido en ilusorias imágenes de otros libros mucho más reales que ahora circulaban por la fibra óptica. Esta elegíaca historia terminaría aquí si no fuera porque uno de los más reconocidos sinólogos del mundo, Edward Sining, eminente profesor de aquella universidad y otrora usuario de la Themis, acudió un buen día, en busca de un antiguo libro de seda a una ciudad del centro de China. Para su sorpresa, cuando acudió al recinto universitario que la pujante clase de los nuevos ricos chinos había creado allí, cansada de pagar estudios en Oxford a sus vástagos, observó que habían construido una biblioteca calcada de la Themis y que, oh sorpresa, sus fondos no eran otros que réplicas perfectas de los originales depositados en la vieja biblioteca de Nueva Inglaterra. Aquella nueva Themis olía a nuevo y estaba repleta de visitantes que se aglomeraban para admirar los libros, sobre todo occidentales, cuyas réplicas se exhibían ahora en exposiciones temporales. Ante el enojo del profesor Sining porque en los carteles de los expositores no se decía nada acerca de que aquellos libros no fueran originales, uno de los encargados de la biblioteca se encogió de hombros. Pero no sólo había allí réplicas. Para espanto mayor de Sining, el documento que había ido a consultar a tan remoto lugar no era otra cosa que una falsificación creada por ordenador. Su viaje había sido en vano, aunque, bien mirado, siempre se puede aprender algo, incluso de la experiencia más negativa.
Cuando Sining salió de neuvo a la plaza, comprobó que, en efecto, al cabo de un rato de estar allí ya no se notaba la diferencia con respecto a la Themis original. Además, allí nadie le creería si contaba que a miles de kilómetros, en un venerable campus de Nueva Inglaterra, había una biblioteca igualita a ésta y hasta con los mismos libros. FRANCISCO GARCÍA JURADO