viernes, 19 de abril de 2013

¿Desaparece la Filología? ¿Y la clásica?


Las denominaciones, al igual que la retórica política, no suponen una simple forma de etiquetar los mismos contenidos preexistentes. Estas denominaciones terminan modificando la realidad que designan, pero tal realidad, afortunadamente, sobrevive a los nombres que se le imponen. Por FRANCISCO GARCÍA JURADO. Grupo de investigación UCM "Historiografía de la Literatura grecolatina en España".

Mi condición de docente ante personas inquietas y preocupadas por el presente (y el futuro), así como el hecho de estar al frente de un proyecto de investigación dedicado a estudiar el desarrollo de los conceptos que han configurado la moderna Filología clásica en el mundo contemporáneo, me llevan a asumir un cierto compromiso para interpretar desde esta perspectiva lo que está ocurriendo con los estudios filológicos en la sociedad actual. Para empezar, la palabra "Filología", por sí misma, es algo bien distinto de lo que luego hemos restringido con diversos adjetivos o gentilicios, como "clásica", "moderna", "latina" o "inglesa". La Filología vivió, desde los tiempos de la Biblioteca de Alejandría hasta bien entrado el siglo XVIII sin mayores precisiones. Sin embargo, por lo que parece, la palabra está saliendo de nuestros planes de estudio sin que su dilatada existencia haya calado, digámoslo así, en el imaginario colectivo. ¿Quién sabe entre la gente no especializada qué es la Filología? "Filosofía" o "Historia" sí han sido palabras que han calado (otra cosa es que se conozcan o valoren sus contenidos), pero con la palabra "Filología" no ha sido así, y ahora, si tomamos en nuestras manos cualquier nuevo listado de grados universitarios, por ejemplo, el de la Complutense, veremos que la palabra se ha borrado prácticamente, salvo en un caso, el de la "Filología clásica".
La "Filología clásica", como concepto y paradigma, nace de una restricción de sentido. Se comienza a utilizar al calor del neohumanismo alemán a lo largo del siglo XIX y su éxito se consolida al transferirse a la lengua francesa. Con la conformación de esta juntura se CIERRA desde el punto de vista epistemológico el conjunto de estudios relativos a la Antigüedad, con lo que esto conlleva de progreso, por un lado, y de especialización e incomprensión por otro. El término "clásico" se comienza a utilizar en este sentido restrictivo para hablar sobre ciertas lenguas y literaturas, en especial la griega y la latina. En España, el primer testimonio que hemos encontrado de "Filología clásica" pertenece a Menéndez Pelayo, precisamente dentro de su Historia de los heterodoxos españoles (1880-1881), y en un contexto cercano al de la llamada "Polémica de la ciencia española". Hay un documento igualmente precioso, salido de la mano del docto catedrático de Literatura griega y latina Alfedo Adolfo Camús, donde se utiliza ya de una manera normalizada el témrino "clásico" para referirse propiamente a los Estudios clásicos como tales. Me refiero al prólogo que dedica al magnífico manual de literatura griega de Otfrido Müller, traducido del alemán por Ricardo de Hinojosa y publicado en 1889 (podéis admirarlo en la fotografía que ilustra este blog). Se trata, por cierto, del último texto de Camús que aparece editado en vida del profesor. Pues bien, allí Camús habla de la "clásica erudición", de las "Letras clásicas" y, finalmente, citando el título de un libro de Salomón Reinach, de la "Filología clásica". Aún así, en España no habrá unos estudios oficiales de Filología clásica hasta el año de 1932, como tuve ocasión de mostrar en mi trabajo titulado "El nacimiento de la Filología clásica en España" http://eprints.ucm.es/9168/1/el_nacimiento_de_la_filologia_clasica_en_espa%C3%B1a_revista_estudios_clasicos.pdf
Si nos remitimos a la moderna Facultad de Filosofía y Letras de García Morente en el año de 1933, esta "Filología clásica" se define como tal frente a los estudios de "Filología moderna", hecho que nos permite apreciar la articulación de ambas junturas a partir de su oposición. Lo que en los siglos XVI y XVII suponía la oposicion (y querella) de lo "antiguo" frente a lo "moderno" comenzó a sustituirse por lo "clásico" frente a lo "moderno" (o lo "romántico") a comienzos del siglo XIX. Esta situación luego se atomizó con el desarrollo de la universidad a lo largo de los años sesenta y setenta ya en el siglo XX. Surgieron las filologías particulares, como la Hispánica, la Inglesa, y el resto de materias con gentilicio, repitiendo así el mismo proceso que se había dado con la denominación de las lenguas y las correspondientes literaturas. Hasta en el seno de la propia Filolología clásica se pensó ir decididamente hacia este modelo de gentilicio, escinciendo la materia común en "Filología latina", "griega" y otras modalidades aún más específicas. Ahora, sin salir de la complutense, nos encotramos con el singular hecho de que las materias filológicas se han reformulado como "Español: Lengua y Literatura", "Estudios ingleses" (se puede entender como una traducción del inglés "English Studies"), "Estudios semíticos e islámicos" (con una clara voluntad implícita de actualizar las materias) y "Lenguas Modernas y sus Literaturas". En esta última formulación vemos cómo las "hijas pródigas", salvo las dos más poderosas, han vuelto a una categoría genérica que en otro tiempo fue "Filología moderna". Frente a todas estas modernas denominaciones, la "Filología clásica" ha conservado su nombre como un gesto de permanencia y arraigo, creemos, a una identidad, a un paradigma histórico de esplendor pasado. Es interesante ver cómo la juntura "Filología clásica" todavía se suelda más, al desaparecer la alternativa de la "Filología moderna". La "Filología" pasa a ser, por antonomasia de nuevo, la "clásica", que es como se entendió en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando Wolf se inscribió como "studiosus Philologiae" frente a "studiosus Theologiae". En aquel entonces el paragima emergente era la Philologia frente al de la todopoderosa Teología. Tras dos siglos de vida, la moderna Filología se ha convertido en un paradigma del pasado y muy mal comprendido. El asunto es tan complejo como interesante desde el punto de vista histórico y conceptual. Las nuevas denominaciones no son sólo modernas etiquetas que encubren los mismos contenidos. Las denominaciones, como la retórica política, terminan transformando la realidad que designan. Probablemente no estemos presenciando exactamente el fin de la Filología, sino su transformación a otra realidad que todavía no conocemos, pero que podemos intuir (no hay más que darse un paseo por algunas universidades norteamericanas). No obstante, las realidades preexisten y sobreviven a los conceptos que las designan. Luis Vives, que resucitó en sus Diálogos el viejo término "classicus", jamás fue un "filólogo clásico", pero ocupa un lugar privilegiado en la Historia de nuestros estudios clásicos. El mismo Federico Augusto Wolf, que concibió las modernas Ciencias de la Antigüedad de la que nace la Filología clásica, ya no se sintió, tras Napoleón, parte de ese nuevo mundo en el que iba a desarrollarse su nuevo concepto. Por tanto, si los Estudios clásicos preexistieron a su concepto, incluso su creador, habremos de tener la esperanza de que sobrevivan a él, de que transciendan a las circunstancias concretas.

Francisco García Jurado H.L.G.E.

miércoles, 17 de abril de 2013

Pierre Menard, o el mito del lector-creador

Una de las características que definen la crítica moderna es la progresiva importancia que ha ido adquiriendo el lector en el hecho literario. El paulatino reconocimiento de su papel no le confiere ya una mera función pasiva como mero destinatario, sino que llega a interpretarse su labor lectora en clave de labor creadora. A este respecto, el cuento borgesiano titulado “Pierre Menard, autor del Quijote” fue un verdadero precursor de las corrientes teóricas que hoy día conocemos como “Estética de la recepción”. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Pierre Menard se propone volver a escribir el Quijote letra a letra, pero no como efecto de una mera copia. Borges dará a esta hazaña lectora el nombre de “obra subterránea”.  El fin último es dar lugar a un texto que aparentemente presenta el mismo aspecto que el de partida, aunque su sentido resultante sea bien distinto. De esta forma (y aunque este ejemplo no esté tomado del cuento, sino deducido), si el mero comienzo de la obra (“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”) tenía para Cervantes connotaciones evidentemente locales y biográficas, para un francés como Menard esta referencia geográfica habría de ser necesariamente exótica, propia de un hispanista foráneo. El mero comienzo del Quijote (re)escrito por Pierre Menard ya sería, por tanto, esencialmente diferente en su propia apreciación de los lugares referidos. Pierre Menard se ha convertido, por tanto, en la gran metáfora del lector-creador, hacedor de nuevos sentidos para las obras. El efecto “Pierre Menard” acontece a menudo dentro de nuestra historia no académica de la literatura grecolatina en las letras modernas. Cuando Augusto Monterroso relee un epigrama del poeta Ausonio como un cuento breve, o cuando el propio Borges relee un pasaje de la Naturalis Historia de Plinio el Viejo en clave de relato fantástico, asistimos al prodigioso efecto de la lectura creativa, transformadora de sentidos. FRANCISCO GARCÍA JURADO