miércoles, 25 de enero de 2012

Viajes por un historia imaginaria de la literatura grecolatina en el siglo XX



Hoy ha llegado a mis manos el pulcro ejemplar titulado Imágenes modernas del Mundo Antiguo, editado por Emilia Fernández de Mier y Julio Cortés Martín. Cinco textos se recogen en él, procedentes de las conferencias impartidas en Caixa Forum dentro del ciclo “Imágenes modernas del mundo antiguo” organizado por la Delegación de Madrid de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, desde finales de 2010 a comienzos de 2011. Os ofrezco el comienzo de mi charla, que sugería un viaje imagiario y real por los lugares donde habían quedado desubicados los autores antiguos: Virgilio en Harvard, Esquilo en Albania, Suetonio en La Habana o Píndaro en Atlanta. Un viaje inédito por la alquimia de la lectura (en la imagen, edición de bibliófilo de la República literaria de Saavedra Fajardo, años 20). POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE.

Nos sigue pareciendo un hecho mágico que unos libros, los modernos, nos puedan hablar acerca de otros libros, precisamente los antiguos. Esto convierte a la literatura en estimulante juego y en biblioteca viva, capaz de contar incluso la historia de sí misma como tal literatura, si bien de una manera bastante lejana a la de las historias de la literatura que se encuentran en los libros académicos. Nuestras lecturas, de hecho, son algo bien distinto a la linealidad que a menudo trazan tales historias literarias, parecidas más bien a grandes autopistas que atraviesan la selva[1]. Nosotros, por el contrario, somos capaces de asociar obras muy diferentes entre sí, lejanas en el espacio y el tiempo, y podemos articular una visión radicalmente nueva de la propia historia de la literatura. Así pues, frente al criterio eminentemente positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la de los siglos XIX y XX, la historia no académica que vamos a proponer aquí se caracteriza por sus criterios intuitivos de relación, frente a las historias oficiales, organizadas normalmente a partir del doble criterio de los géneros y los períodos literarios. Muy al contrario de lo que encontramos en los manuales, nuestra forma de organizar mentalmente las lecturas realizadas a lo largo de nuestra vida no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que tantas clases de literatura sean recordadas al cabo de los años como algo tedioso), sino que presentan, más bien, el aspecto de una “antología inminente”, en palabras de Alfonso Reyes. Por lo tanto, nosotros como lectores y posibles autores, somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, terminan formando parte de nuestra vida en asociaciones completamente imprevistas. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la llamada “estética de la recepción”), tales textos nos pertenecen y nos convierten en sus transmisores, los que hacemos posible que aquéllos vuelvan a la vida cada vez que los recordamos o evocamos. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. Hay, por tanto, una posibilidad, cada vez menos remota, de que sea la propia literatura quien cuente la historia de sí misma, de una manera mucho más imaginativa que la que se relata en las historias oficiales. Que muchos autores dejen a lo largo de sus obras testimonios diversos de sus lecturas supone una ocasión magnífica para poder rastrear, a su vez, esta forma imprevista de historia literaria a la que nos referimos. En muchos casos, esta insospechada historia de la literatura generada en la experiencia de un lector-autor ha supuesto por sí misma una avanzadilla notable con respecto a las interpretaciones académicas. Por ejemplo, el escritor austriaco Hermann Broch[2] indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que el poeta Virgilio quiso quemar su Eneida poco antes de morir, y lleva a cabo esta indagación al margen de los datos que han aportado tradicionalmente las llamadas Vitae Vergilianae[3]. Esta comprensión de Virgilio en términos estrictamente hermenéuticos ha llamado la posterior atención de académicos, especialmente los de la llamada “Escuela de Harvard”[4]. De esta forma, la creación literaria ha ido significativamente por delante de la propia actividad filológica. FRANCISCO GARCÍA JURADO






NOTAS
[1] Escuchamos esta metáfora a José Carlos Mainer en la presentación de uno de sus últimos libros.
[2] Hermann Broch, La muerte de Virgilio. Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori, Madrid, Alianza, 1995.
[3] Véase, a este respecto, el lúcido trabajo de José Luis Vidal titulado “Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería”, publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán, Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484.
[4] Se trata de críticos como Adam Parry. Véase, a este respecto, el capítulo titulado “Más allá de Virgilio”, en el libro de Cesáreo Bandera, El juego sagrado. Lo sagrado y el origen de la literatura moderna de ficción, Sevilla, Universidad, 1997, p. 115.

lunes, 23 de enero de 2012

¡Alejandría!

Un nombre de ciudad que evoca un mundo. Es un mundo perdido, sí, pero que vivirá para siempre en nosotros. Alejandría me trae a la memoria tres autores que leí con pasión cuando la primera cifra de mi edad no pasaba del número dos: Pierre Louys, Lawrence Durrell y Constantino Cavafis. POR FRANCISCO GARCIA JURADO


Eran los tiempos en que cierto autor catalán ganó el Premio Planeta con una novela de tema Alejandrino: "No digas que fue un sueño", y que evocaba, naturalmente, un verso del poema titulado "El dios abandona a Antonio", de Constantino Cavafis. Asimismo, un autor anglosajón llamado Lawrence Durrell era muy leído gracias a su "Cuarteto de Alejandría", novela de la que recuerdo la primera aparición del poeta de la ciudad, el poeta que representa el espíritu de una ciudad cosmopolita que murió para siempre. Cavafis me trajo tantas imágenes de Alejandría, de la antigua y la moderna, que a duras penas podía imaginarlas todas. Es, quizá, aquel poema dedicado a Marco Antonio la última noche antes de su derrota, cuando, según Plutarco, un cortejo báquico pasó cerca de él como si de una despedida se tratase, la que más evocaciones me trajo. A Pierre Louys lo conocí gracias a un microprograma de crítica literaria que emitía Radio Nacional de España. Era un programa más que curioso, que hoy se me antoja como una alucinación. Un día hablaba Luis Antonio de Villena, de quien llegué a saber gracias a un profesor de literatura, también escritor, que tuve en COU, Luis Martínez Mínguez (alias de Mingo). Luis Antonio alternaba su crítica con otro escitor mucho mayor que él, nada menos que con Ernesto Giménez Caballero, el falangista que había participado en las vanguardias de los años 30. Era alucinante escuchar, todavía en plenos años ochenta, alegatos que hacía, por ejemplo, a favor de la virginidad como salvaguardia de la raza que lanzaba Giménez Caballero con una voz metálica, propia aún de tiempos bélicos. Quizá por ello Luis Antonio comentó un día la novela "Afrodita", de Pierre Louys, donde la protagonista se nos muestra como una suerte de diosa abocada a la sensualidad y el placer. Algo parecido ocurre en la primera parte del "Cuarteto de Alejandría", de Durrell, la parte titulada "Clea", cuya protagonista es una suerte de antivirgen. Tanto vicio la lleva a una antitética forma de pureza. Mundos opuestos, imaginarios convulsos que giran en torno a representaciones exaltadas de la belleza. Las ediciones antiguas de la "Afrodita" de Pierre Louys ofrecen grabados sensuales que acaso marcan un contrapunto con respecto a las escenas de la Antigüedad pintadas por Alma Tadema, tan comedido. Todo este mundo estaba muerto ya antes de ser mínimamente evocado, pero acaso también ha muerto el de sus evocadores. Sin embargo, como bien dijo Cavafis en uno de sus poemas alejandrinos, nunca pensamos que aquellos días duraran para siempre. FRANCISCO GARCÍA JURADO