sábado, 12 de febrero de 2011

LA HISTORIA DE UN LEÓN AGRADECIDO

La historia de la amistad entre un león agradecido a un hombre que curó su pata herida fue bastante conocida en la Antigüedad, como lo demuestran Séneca, Plinio el Viejo o Claudio Eliano. De hecho, esta historia, en la versión que cuenta el historiador Apión, constituye uno de los capítulos más difundidos de las Noches áticas de Aulo Gelio (5, 14). De su fortuna posterior en la literatura española da cuenta, en especial, Pedro Mexía, que parafrasea el texto de Gelio en la segunda parte de su Silva de varia lección. Pero vayamos ya al relato de la historia. Poneos cómodos y prestad atención. POR FRANCISCO GARCIA JURADO. HLGE
El texto de Aulo Gelio dice así:
Apión, apodado Plistónices , fue hombre muy erudito, de muchos y variados conocimientos acerca de las cosas griegas. Sus libros se consideran célebres, y en ellos se contiene la historia de casi todos los sucesos admirables que se han observado y oído en Egipto. Mas, en estas cosas que afirma haber oído o leído acaso resulta más locuaz por su reprochable afán de ostentación –como vanidoso se muestra, sin duda, a la hora de mostrar sus enseñanzas-; no obstante, asegura no haber oído ni leído este episodio que dejó escrito en el libro V de sus Egipciacas, sino haberlo visto con sus propios ojos en Roma:
“En el Circo Máximo,” nos cuenta, “se ofrecía al pueblo el certamen de una gran cacería. Al encontrarme por casualidad en Roma acudí a presenciarlo. Allí había muchas fieras terribles, de tamaños descomunales, cuyo aspecto y ferocidad no se había visto jamás. Pero,” sigue diciendo, “por encima de todas las demás bestias era objeto de admiración la grandeza de los leones y en especial la de uno de ellos. Este león había atraído la atención de todos por la fuerza y tamaño de su cuerpo, por su rugido aterrador y sonoro, su musculatura y las ondulaciones de su melena. Asimismo, había un esclavo, cedido por un excónsul, que había sido introducido entre los demás destinados a la lucha con las fieras. Este esclavo se llamaba Androclo. Cuando el león vio a este hombre a lo lejos, de repente,” nos dice, “se quedó parado, como sorprendido, y luego se fue acercando a él poco a poco y con calma, como si lo conociera. Entonces, mueve su cola con clemencia y suavidad, a la manera de los perros juguetones, se pega al cuerpo del hombre, ya casi muerto por el miedo, y con dulzura lame sus piernas y manos. Androclo, al verse objeto de los mimos de una fiera tan terrible, recupera su ánimo perdido, y poco a poco vuelve sus ojos para observar al león. Y entonces,” nos sigue contando, “como si estuvieran alegres por ese reconocimiento mutuo, podías ver al hombre y al león congratulándose de su encuentro.”
Cuenta Apión, en suma, que debido a este suceso tan admirable, el clamor del público estaba muy encendido y que, llamado Androclo por el César, se le preguntó la causa por la que aquel león tan temible sólo a él le había respetado. Es entonces cuando Androclo narró una historia maravillosa y digna de admiración: “Al lograr mi señor la provincia de África como procónsul,” comienza a contar, “me vi obligado a la fuga, ya que allí era presa de injustos y diarios latigazos. Y a fin de disponer de escondites más seguros de mi señor en aquella tierra gobernada por él, me retiré a las soledades del desierto y las arenas, determinado, en caso de que me faltase el alimento, a buscar la muerte de algún modo. Fue entonces cuando tras dar con una cueva remota y secreta bajo un sol furioso y ardiente en ella penetro y me escondo. Y no mucho después llega a esta misma cueva un león herido en un pie y sangrando por él, profiriendo gemidos y quejándose del dolor y tormento de su herida.” Y declara que allí, nada más ver al león llegar, quedó su ánimo aterrorizado y presa del pánico. “Sin embargo,” dice, “una vez entró el león en lo que parecía que era su guarida y me vio tratando de ocultarme a lo lejos, se acercó tranquilo y manso, y me pareció que me mostraba y extendía su pie herido como pidiéndome ayuda. Entonces yo,” añade, “le arranqué una espina inmensa clavada en la planta de su pie, saqué con apretones la pus del interior de su herida y luego, con mucho cuidado y habiendo perdido gran parte de mi miedo, se la sequé completamente y le limpié la sangre. Aliviado gracias a mi labor y remedios se recostó, dejando su pata sobre mis manos, y descansó. Desde aquel día, vivimos juntos el león y yo compartiendo la misma cueva y sustento, dado que me traía hasta la guarida los mejores trozos de las fieras que cazaba. Al no disponer de fuego, tenía que tostar la carne al sol para comérmela. Pero cuando ya me encontraba aburrido de esta vida salvaje, aprovechando que el león se había ido a cazar abandoné la cueva y cuando llevaba tres días de camino me vieron y apresaron unos soldados, y fui llevado desde África a Roma para devolverme a mi señor. Éste, al punto, se ocupó de que se me condenara a muerte y se me entregara a las fieras. Entiendo,” dice, “que este león, capturado también cuando yo me había ido, ahora me devuelve el favor de mis atenciones y cuidados.”
Cuenta Apión que Androclo relató estas cosas y que todas ellas fueron transcritas y difundidas en una tabla que se difundió por el pueblo. A resultas de ello, dice, por petición unánime a Androclo se le libró de su pena y se le regaló el león por sufragio popular. “Después,”, nos dice, “podíamos ver a Androclo y el león atado con una leve cuerda mientras recorrían las posadas de toda la ciudad. A Androclo le daban dinero y al león lo cubrían de flores, y todo el mundo, allá por donde se los viera, decía: Aquí está el león que dio cobijo al hombre y aquí está el hombre que curó al león.” POR FRANCISCO GARCÍA

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