martes, 1 de febrero de 2011

CONVERSACIÓN POSIBLE CON OTROS AUTORES: DIÁLOGO O ENCUENTRO COMPLEJO.

Cerramos hoy estas reflexiones acerca de la oralidad de la escritura, que han venido estimuladas, por cierto, con algunos comentarios tan interesantes como los de Ramiro Pérez. A menudo, los comentarios son más interesantes que el texto en sí que los ha motivado, pero esto supone, asimismo, un emotivo elogio. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE.
Tanto la obra de Gelio como la de Montaigne suponen lecturas previas con las que se entabla un diálogo metaliterario que va más allá del tiempo. Gelio lo hace con Platón, Virgilio, Séneca o Plutarco, y Montaigne, años más tarde, lo hará incluso con el mismo Gelio. Álvaro Muñoz Robledano nos ofrece algunas claves de este diálogo en su introducción a Montaigne:

"José María Valverde aventuró una de las hipótesis más fascinantes que he hallado acerca de los Ensayos; según el maestro, el objeto de la magna obra de Montaigne no sería otro sino continuar el diálogo con La Boétie que la muerte, con tanta inoportunidad como mal talante, interrumpió. La escritura se adecuaría como única respuesta posible a las palabras del amigo, palabras escritas al fin y al cabo."

La conversación con otros autores quedaría plasmada, según Burke, en la polifonía que constituyen las citas ajenas. Precisamente, tales citas pueden volverse en “provisiones” para la memoria, según Gelio:

"Hemos hecho uso del mismo orden fortuito que ya antes habíamos seguido al recopilar los datos. De hecho, siempre que caía en mis manos algún libro griego o latino, o cuando tenía la oportunidad de escuchar algo digno de ser recordado, todo cuanto me era grato, del tipo que fuera, lo anotaba de forma desordenada y en mescolanza, y estas cosas las guardaba como apoyo de mi memoria, a la manera de provisiones para mis escritos, a fin de que, llegada la necesidad de recurrir a un asunto o palabra que había olvidado en ese momento, y a falta de los libros que me habían servido de fuente, fueran fáciles de encontrar y de extraer."

La cita se convierte en recuerdo de una lectura, de la misma forma que la anotación (“escritura-inscripción”, según Dupont) es recuerdo de un testimonio oral. A este asunto de sus fuentes orales de información vuelve Gelio en otros pasajes, como cuando nos habla de cómo se dio prisa en apuntar todo cuanto su maestro Favorino había dicho contra los astrólogos:

"No puedo decir si era para ejercer o hacer ostentación de su ingenio, o si acaso estimaba aquello como digno de ser juzgado con seriedad. En todo caso, nada más salir de allí me apresuré a anotar cuanto pude recordar de las cuestiones y argumentos fundamentales que desarrolló."

Al asunto de la memoria vuelve Montaigne cuando nos habla precisamente de los libros:

"Y si soy hombre de ciertos estudios, soy hombre de memoria nula.
Así, no garantizo certeza alguna, si no es la de dar a conocer hasta qué punto llega en estos momentos el conocimiento que tengo. Que no se fijen en las materias, sino en la forma que les doy.
Que vean, por lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué realzar mi tema. Pues hago que otros digan lo que yo no puedo decir tan bien, ya sea por la pobreza de mi lenguaje, ya por la pobreza de mi juicio. No cuento mis préstamos, lo peso."

La nota “inscribe” o recrea retazos de la charla, pero la cita no sólo transcribe, sino que es capaz de crear un diálogo dentro de la propia escritura. Ese diálogo que se mantiene a través del uso de citas y textos ajenos transciende aún más el tiempo y llega hasta el propio siglo XX, que es cuando encontramos una sorprendente cita de Gelio en la novela miscelánea por excelencia: Rayuela, de Julio Cortázar .

Unas conclusiones a todo lo escrito hasta aquí

Ambos autores, Gelio y Montaigne, tienen en la conversación el paradigma del aprendizaje y de su propia escritura. Por ello, tratan de recrear en un medio escrito contextos propios de una conversación, bien a manera de evocación de lo vivido, dejando por escrito sus recuerdos, bien mediante un ejercicio simulado de conversación con sus lectores (a partir de la representación de sus propias personas y del uso de una prosa miscelánea, que confiere al lector la libertad de emprender su lectura en cualquier lugar de la obra), o como diálogo con otros autores, gracias al recurso dinámico de la cita ajena. Tales aspectos se convierten en partes inherentes que articulan la capacidad comunicativa de la obra y hacen, además, que la relación entre la literatura y la comunicación no se remita únicamente a circunstancias externas. De esta forma, las fronteras entre oralidad y escritura no son tan estrictas como podríamos pensar en un principio, si bien ambas no pueden ser intercambiables. De esta forma, si volvemos a la carta de Aristóteles transcrita por Gelio, observamos que la aparente paradoja de que sus conocimientos acroamáticos, al quedar por escrito, “ni están publicados ni dejan de estarlo”, da cuenta de la sustancial diferencia entre ambas maneras de expresión. La escritura supone un remedio o mal menor para la conservación de la palabra viva, pero no será más que un pálido reflejo de ésta. FRANCISCO GARCÍA JURADO

1 comentario:

Joaquín Huguet dijo...

Muy sugerente su referencia a Aulo Gelio y a Montaigne. Ambos escritores forman parte de una rica tradición de lo que podríamos llamar literatura de sobremesa, en la que destacarían los cuentos de fantasmas a la luz de la lumbre y, sobre todo, la narración inflamada al calor de una conversación en la mesa. Un caso emblemático es Diderot que en “Jacques el fatalista” va interrumpiendo, al modo cervantino, la narración, porque algún personaje- ¿impertinente?- o algún hecho fortuito se mete por medio o sencillamente porque el propio narrador cambia de tema, tal como ocurre en las conversaciones cotidianas. Diderot no sólo crea una fantasía perfecta de una conversación-narración sino que incluso, para ganar verosimilitud, apostrofa de vez en cuando al lector, quien también hace sus comentarios. Diderot o Sterne dejan que la novela fluya al margen de los cauces habituales. Sus obras, como el Quijote, son una larga charla en la que lo de menos es lo se que cuenta sino el libre discurrir de la conversación de sobremesa en la que las anécdotas, que forman la propia trama de la novela, son secundarias y surgen accidentalmente sin que el propio narrador les preste más atención que a cualquier ocurrencia de la cena. En esto no hacen sino recoger una tradición aún más antigua: la de Platón, quien consideraba el texto escrito un mero sucedáneo de la palabra viva. ¿Es casualidad que uno de sus diálogos se llame “el Banquete”? En el caso de Montaigne, ¿cómo no se iba a sentir más cómodo conversando con los “muertos” si había crecido con la lenguas clásicas? Con ello no hacía más que volver a sus orígenes que no eran tanto la Francia renacentista sino el mundo antiguo.