viernes, 3 de octubre de 2008

MENÉNDEZ PELAYO Y SU BIOGRAFÍA ACTUALIZADA


Voy a reproducir dos textos muy interesantes escritos sobre Menéndez Pelayo en agosto del año 2002. Curiosamente, han pasado ya seis años desde ese momento, y quedan otros seis para que se celebre el centenario de la muerte del polígrafo santanderino. Por lo demás, sobre él se siguen proyectando las sombras de los vendavales políticos, lo que no deja de ser un síntoma de vitalidad. Por cierto, me está gustando el libro que acaba de enviarme la Sociedad Menéndez Pelayo: me refiero a los Tres estudios bio-bibliográficos sobre Menéndez Pelayo (Santander, 2008), pulcramente editado y con una actualizada biografía a cargo de don Benido Maradiaga, ilustre y sabio santanderino. Es toda una invitación a contextualizar a Menéndez Pelayo en su contexto histórico (qué bien nos vendría que esto pasara con algunos ideólogos de su época que aún hoy siguen teniendo una nefasta vigencia)
Francisco García Jurado
H.L.G.E.

ABC 1 de agosto de 2002

Opinión

Menéndez Pelayo
Por JULIÁN MARÍAS. de la Real Academia Española
ACABO de hablar de don Marcelino Menéndez Pelayo en su Santander, en la Universidad Internacional que lleva su nombre. No está incluido en el admirable «espesor del presente» que caracteriza a la cultura española, que hace posible que autores muertos hace ya muchos años sigan plenamente vivos, sean leídos, no solamente estudiados, susciten admiración, repulsa, discusión.
Menéndez Pelayo no está presente. Nació en 1856, murió en 1912: una vida breve hasta en su tiempo, aprovechada con fantástica actividad. Creo que se explica esa ausencia de Menéndez Pelayo en el repertorio de aquello que pervive, con lo que, queramos o no, contamos siempre.
Algunas excelencias de su figura explican este resultado. Fue enormemente precoz. Lector insaciable, descubridor y devorador de libros, había acumulado un inmenso saber, una maduración impropia de sus años. Es sabido que hubo que modificar la ley para que pudiera ser catedrático de Universidad al filo de los veinte años. En ese tiempo publicó dos grandes libros llenos de erudición, de conocimientos nuevos e improbables: «Historia de los heterodoxos españoles» y «La ciencia española». Rebosaban saber y entusiasmo, irrefrenable adhesión por lo que había sido la España que se veía como tradicional. Había un punto de exageración al mezclar con lo egregio lo que era simplemente normal y aceptable.
Esto sucedía hacia 1876, año en que se fundó la benemérita y valiosa Institución Libre de Enseñanza, que tenía otro signo, también estimable, tal vez innecesariamente polémico. En esos medios, entre los llamados krausistas, surgieron innecesarias polémicas con la obra de Menéndez Pelayo. El espíritu crítico, tan necesario, tan valioso, lleva dentro la amenaza del negativismo. A Menéndez Pelayo lo sacaba de quicio el que, en nombre del progreso, se negara casi todo lo que se había hecho en España durante largo tiempo, sin conocer apenas los libros que don Marcelino había devorado desde la primera juventud. Esto hizo que la figura de Menéndez Pelayo quedara consignada a una posición que no fue realmente la suya.
A medida que fue madurando se fue abriendo; su horizonte fue muy amplio, su curiosidad creció, su tolerancia también. En su mocedad había hablado desdeñosamente de las «nieblas germánicas»; en su importantísimo libro «Historia de las ideas estéticas en España» habla sobre todo de autores alemanes.
Sus estudios posteriores son abrumadores por su cantidad y conocimiento, también enriquecedores e iluminadores. Lope de Vega y Calderón, la poesía hispanoamericana, todos los entresijos de la literatura española y su proyección al otro lado del Atlántico, todo eso fue conocido, historiado fervorosamente por Menéndez Pelayo. Fue la gran figura intelectual de la Restauración, con enorme prestigio institucional, en la cátedra, en la Real Academia Española, en la dirección de la Biblioteca Nacional. Quizá todo eso hizo olvidar un poco que era ante todo un escritor. Lector y escritor, eso fue toda su vida Menéndez Pelayo. Por las razones que he apuntado quedaba adscrito a una interpretación parcial, yo diría un poco lejana y no muy inmediata, de su figura y su obra.
Muy poco después de la guerra civil, Pedro Laín Entralgo publicó un inteligente estudio sobre Menéndez Pelayo, a la vez que aparecía mi libro «Miguel de Unamuno», al que costó un año encontrar editor, porque en aquel momento era fácil publicar contra Unamuno, pero no sobre él. Pienso que es simbólica la coincidencia de estos dos libros, que significaban la reconciliación en la calidad y en la verdad de valores españoles que nunca debían haberse enfrentado, que juntos componen a lo largo de la historia una maravilla, que en su fragmentación y contraposición parecen a veces dos medios desastres.
Todo esto permite entender el hecho doloroso de que Menéndez Pelayo haya sido poco y sesgadamente leído, que no haya llegado a integrarse en su lugar, en la espléndida época que fue la Restauración, lo que ahora están descubriendo el conocimiento y la buena fe. Por esto ha quedado fuera de lo plenamente actual, no enteramente vivo. Urge remediar ese error; habría que poner a Menéndez Pelayo en su verdadera situación, allí donde le corresponde estar.
La edición nacional de sus Obras Completas es admirable porque permite que existan juntas; pero al mismo tiempo las han cerrado en una especie de fortaleza que pocos visitan, por falta de tiempo y de estímulo. Sería menester que existiera y fuese accesible a todos una edición de aquellas porciones de la obra de Menéndez Pelayo que tienen pleno valor, que son actuales, que podemos asimilar; en suma, que están vivas.
Decía Ortega que la historia consiste en que inyectemos nuestra sangre en las venas de los muertos. Es una faena de resurrección, que se cumple muy desigualmente, según los países y los tiempos. Sería apasionante lanzar una ojeada a este aspecto de la vida humana y de la historia. Tal vez en ello se encontrara la clave de innumerables aciertos, de tantos desastres que han sobrevenido a la humanidad.
He hablado de tiempos; esa operación la han ejecutado ejemplarmente algunos países durante siglos y luego se han desentendido de ella; han sido los momentos en que ha hecho su aparición una decadencia más o menos grave, más o menos duradera.
Sería ocasión de ejercitar con Menéndez Pelayo esa suprema generosidad, tan remuneradora: intentar inyectar nuestra sangre en sus venas, que se paralizaron hace ya tantos años, en 1912. Todavía no están anquilosadas. Se vería que empezaban a reverdecer y a anunciar frutos promisores, por desventura no gozados hasta ahora.


ABC 4 de agosto de 2002

Opinión

El retorno de Menéndez Pelayo
Por César ALONSO DE LOS RÍOS
En alguna ocasión he reivindicado la figura sapientísima de Menéndez Pelayo, no sólo por razones de justicia sino porque la presencia de su obra es imprescindible para nuestra cultura. Porque ¿acaso se puede andar por la historia del pensamiento español sin el concurso de esa maravillosa caja de claves que es la «Historia de los heterodoxos españoles»?, o ¿cómo se puede hablar de nuestra literatura -y de la europea- sin tener que recurrir a las «Ideas Estéticas»?
Por esta razón junto a la alegría del desayuno tuve el miércoles la que me proporcionó el artículo de Julián Marías sobre don Marcelino. Con la autoridad que le es propia, con la contención y la discreción que le caracterizan, el Maestro Marías se lamentaba del olvido en el que ha caído Menéndez Pelayo. Rezumaba su artículo un dolorido sentir pero, sobre todo, reflejaba el desconcierto por lo poco que tiene que ver tal olvido con una cuestión de modas.
Si Marías pudo y puede entender que «su» Unamuno de la posguerra tuviera dificultades para su publicación (tardó un mes -nos recuerda- en encontrar un editor), ¿qué pudo suceder para que, unos cuantos años después, a partir de los setenta, la obra grandiosa de Menéndez Pelayo quedara oscurecida, postergada, minusvalorada e, incluso, la propia personalidad de quien consiguió establecer un magisterio hegemónico y de forma precoz? La respuesta es sencilla: la actitud de una buena parte del pensamiento progresista respecto a Menéndez Pelayo ha sido y sigue siendo de «hostilidad» descarada.
Sucedió que el stablishment cultural oficial fue sustituido desde mediados de los sesenta por el civil progresista (a pesar de estar en la oposición) que tenía su propia estrategia cultural en la que no sólo no cabía Menéndez Pelayo sino que era un pensador a abatir. Y en efecto quedó abatido, y de poco valió la voluntad de Lain y compañeros que le tenían en tan grande estima. La revuelta cultural que se produjo en los medios universitarios españoles en los años sesenta y setenta tuvo el sentido que tienen todos los movimientos contra el padre, esto es, contra lo establecido y lo heredado. El propio Ortega iba a ser negado por los mismos que se hicieron mayores políticamente el día de su entierro. Martín Santos intentó dejar en «Tiempo de silencio» el rechazo que sentía su propia generación ante el autor de «La rebelión de las masas», pero eso no fue a más porque, aparte del trabajo sólido de discípulos de Ortega como el propio Marías, fuera de España seguía entero el nombre de Ortega. Mientras Martín Santos le ridiculizaba, Susan Sontag le citaba con admiración. Él, con Unamuno, es el único pensador que figura en los índices bibliográficos sobre el pensamiento en el siglo XX. No ocurre lo mismo con Menéndez Pelayo a pesar de la importancia de su obra: es de «uso» interno y su «ideología» participa de la beligerancia desencadenada por la confrontación de las dos Españas. No obstante, Menéndez Pelayo debería haber sido salvado de esa pugna, ya que él hizo algo verdaderamente impagable: ha sido capaz de analizar y valorar a autores con los que estaba en total desacuerdo de tal modo que, aun siendo así, nos proporciona toda la información sobre ellos, los salva del desconocimiento o del anonimato. Así por ejemplo a Blanco White no es Goytisolo ni siquiera Lloréns quien lo saca de la sombra, sino Menéndez Pelayo.
El pensamiento progresista no ha podido soportar esta lección del autor de «Los heterodoxos», ha preferido darle la espalda pero, al actuar así, lo ha pagado muy caro: ha tenido que prescindir de ese inmenso cajón de claves.
El artículo de Marías me ha dado mucha alegría porque me ha permitido presentir que está próximo el retorno de Menéndez Pelayo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

DULCE BELLUM INEXPERTIS: CONCIENCIA DE UN HECHO HISTÓRICO


En marzo de 2003 publiqué en El País una carta al director con el siguiente título:

“LA GUERRA ES DULCE PARA LOS INEXPERTOS”


La carta, breve, decía lo siguiente:

"Los movimientos pacifistas del siglo XIX pusieron en circulación un viejo adagio: “La guerra es dulce para los inexpertos” (DVLCE BELLVM INEXPERTIS). Estos movimientos pacifistas y progresistas tomaron su lema de las recopilaciones de frases de la Antigüedad que publicara Erasmo de Rótterdam en el siglo XVI, cuyas ideas contra la guerra, por cierto, podrían seguir levantando ampollas todavía hoy, si se leyeran. La frase en cuestión, que el gran humanista holandés tomó del poeta griego Píndaro, dice que, en efecto, sólo la guerra es dulce para aquellos que son ignorantes. Animo a leer el soberbio texto que contra la guerra escribiera Erasmo partiendo de este adagio. Pasado el tiempo, Pérez Galdós, liberal, positivista y admirador de Erasmo, lo recogió en uno de sus Episodios Nacionales, el titulado Bailén, rememorando el lugar de una famosa batalla. Por todo ello, y porque sigo creyendo que el saber, contra ciertas falacias, nos puede hacer mejores, me ha parecido oportuno rescatar esta vieja pero lúcida reflexión humanista y liberal contra la guerra. Enigmática, es una frase que da qué pensar, pero que, sobre todo, pone en su sitio a quienes parecen haber descubierto antes de ayer que los grandes males sólo se resuelven con peores remedios. "


Es curioso que en aquel momento, al escribir, la carta, no fuera tan consciente de lo que quería decir entonces como lo soy ahora. Estaba a punto de comenzar la guerra de Irak, cuyas razones, como las de tantas guerras, desde la Antigüedad, no dejaban de ser más que tristes pretextos. Ahora que por motivos profesionales estoy releyendo a Tucídides, cada vez pienso más en el aspecto pragmático de su magnífico relato. En todo caso, me he dado cuenta en mi propia piel de un aserto del profesor José Antonio Maravall cuando dice que a menudo la cercanía a un hecho histórico no implica tener más conciencia del mismo. Cuántas veces vemos los errores al cabo del tiempo y somos verdaderamente conscientes de las cosas ocurridas cuando éstas ya han pasado, incluso hace siglos.


Francisco García Jurado

H.L.G.E.

lunes, 29 de septiembre de 2008

OVIDIO, DELACROIX Y VERLAINE


Algunas tardes quedo con Javier Espino en mi casa para hablar sobre trabajos y proyectos. Lo cierto es que, aunque solemos trabajar mucho, lo pasamos muy bien, pues de la tranquilidad de la tarde emana a menudo mucha creatividad e ideas. A veces soñamos con ser eruditos de un gabinete ilustrado, dedicados enteramente al deleite de la conversación amena y culta. Javier tiene entre manos un trabajo sobre el poeta Antonio Puche, autor adscrito a la estética del modernismo y natural de Lorca. Sus versos le atraparon desde la primera tarde que tuvo en sus manos un libro de versos del poeta, editado por nuestro amigo José Luis Molina. Puche es un gran lector de Paul Verlaine, como no podía ser menos, y resulta que, una de las últimas tardes que quedamos, Javier trajo a casa un precioso libro editado por Renacimiento que contenía las traducciones hechas por Manuel Machado del gran poeta francés. El libro, de 2007, lleva el precioso título de Fiestas Galantes, y es literalmente una fiesta para los buenos lectores. Me he hecho con un ejemplar de este libro en la Librería La Central que está en el céntrico barrio barcelonés del Raval. En realidad, buscaba más que nada un poema que, según recuerdo, había leído con catorce o quince años (una edición bilingüe, en Libros Rionuevo), pero que ahora, tras la lectura hecha con Javier, me dejó boquiabierto. Se trata de la composición titulada "Pensamiento de la tarde", dentro de Parábolas, y que no es otra cosa que un poema dedicado a Ovidio. Este es el poema, en la versión machadiana:
"Echado en la marchita hierba del destierro - bajo - los tejos y los pinos que el granizo platea -ya errante, como las sombras que suscita - la fantasía, por el horror del paisaje escita - mientras alrededor, pastores de rebaños fabulosos, - se asustan los tárbaros de ojos azules - el poeta del Arte de Amar, el tierno Ovidio - abraza el horizonte con ávida mirada - y contempla mar inmesa, tristemente.
El cabello crecido y gris que le atormenta - formando sombras va sobre su frente plegada - el traje desgarrado, entrega la carne al frío, cómplice - de la acritud de su entrecejo fruncido y de su mirada fatigada, - la barba espesa, inculta y casi blanca.
Todos estos testigos de un duelo expiatorio -dicen siniestra y lamentable historia - de un amor excesivo, áspera envidia y de furor - y algo de responsabilidad de Emperador. -Ovidio tétrico, piensa en Roma, y luego otra vez, - en Roma, que su gloria ilusoria decora.
¡Ay, Jesús!, me habéis muy justamente oscurecido: - mas si Ovidio no soy, al menos soy esto."
Un verdadero Ovidio simbolista es lo que encontramos en este poema. Por lo que vi en el libro de Ziolkowsky titulado Ovid and the moderns, es necesario poner en relación el poema con un cuadro de Delacroix que se conserva en la National Gallery: "Ovid among the Scythians", pintado en 1859. En este sentido, queda clara la relación (tan propia de la literatura francesa finisecular) entre literatura y pintura. Es notable, asimismo, lo que debe este poema a otro anterior escrito por Pushkin acerca de Ovidio desterrado, y en el que luego se inspiraría el mismo Ossip Mandelstam para su libro Tristia (a San Pertersburgo fuimos hace un tiempo, para sentir "el terciopelo de la noche soviética" y los lugares donde Mandelstam sintió aquella ciudad como una nueva Atenas).
Cabe señalar, muy en la línea de mis indagaciones historiográficas, cuánto debe este poema a la "historia externa" de la literatur latina, en particular a la biografía de Ovidio: las razones de su exilio, prosaicas líneas de un manual de literatura, quedan aquí convertidas en versos.
Y queda otra cosa que es, simplemente, un rasgo de genialidad: el final de poema, a modo de una "voz poética", entre Ovidio y Verlaine, que preludia al propio Ovidio de Mandestam. Robert Browning inventó el monólogo dramático, cuyas características ha desentrañado como nadie Jaime Siles. Esta poesía en primera persona, tan parecida a un monólogo del teatro, ni es exactamente del autor ni de la persona evocada. Es, simplemente, una voz. Qué maravilla de versos finales, que preconizan al Ovidio cristiano de Vintilia Horia (Dios ha nacido en el exilio), pero también evocan la conversión del propio Verlaine.
Cuánta belleza e historia caben en un verso.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.